Si me preguntan qué me pasa, podría hacer un resumen usando personajes de ficción: de niño tenía los problemas de Calvin, de adolescente los de Sheldon Cooper y ahora de adulto (?) tengo los de Anakin Skywalker.
Efectivamente, cuando era niño tenía increíbles problemas de atención. No importaba cuánta atención pusiera al profesor en el colegio, invariablemente acababa siguiendo con los ojos los patrones geométricos del tablero, del piso, de la camisa del compañero de adelante. Y tal y como Calvin era sorprendido por su profesora al volante de la nave de Spiff, a mí me preguntaban algo preciso cuando cuando ya iba por los paneles del cielo falso.
Ya en mi adolescencia leía tanto, pero tanto, que tenía en mi cabeza descripciones de lugares y situaciones con los que mis compañeros ni siquiera soñaban. Por eso cuando me escuchaban hablar, todos creían que yo era inteligentísimo (todos, menos mis profesores de álgebra, trigonometría y cálculo que me miraban con profunda conmiseración). Obvio que las gafas culo de botella ayudaban un poco a la imagen. El hecho es que tenía una idea muy clara de cómo debería ser el mundo si fuera regido por la lógica y la razón, y al igual que Sheldon Cooper encontraba muy perturbador que la gente no cumpliera su palabra o que su proceso de toma de decisiones fuera más emotivo que racional.
Ahora, aunque tengo la edad emocional de un niño de 25 años, las canas en mi barba y en las cabezas de mis ex compañeros de colegio me dicen que ya se supone que debería ser adulto. Ahora el lío es que todo sale distinto a como lo he planeado. Si me pongo a revisar mi historial a la luz de modernas teorías psicológicas, encajo en cuanta vaina rara hay, desde el Síndrome de Asperger hasta el Trastorno de Déficit de Atención. Mejor dicho, a diferencia de Anakin Skywalkwer, aguantarse las ganas de ceder al lado oscuro es una pendejada al lado de todo esto. Sin embargo, mi maestra Jedi insiste en que son puras ganas mías de joder.
La última tarea que me puso antes de irme del país fue que me expusiera voluntariamente a la situación que más me incomodara. Prueba superada (fácilmente). Lo que no me imaginé es que la verdadera prueba de fuego estaría en mis vacaciones.
Resulta que cuando volví al país, no llegué directamente a mi casa sino que de Bogotá pegué para Santa Marta a unas vacaciones organizadas por mi mamá “con todo pago”. El problema es que cuando mi mamá paga, significa que es bajo sus condiciones y automáticamente dejo de ser un adulto que toma sus propias decisiones para convertirme de nuevo en un niño de 8 años. Y como me gasté los restos de mi tarjeta débito en el vuelo a Santa Marta, dependía absoluta e irrevocablemente de mi mamá hasta para comprar una bolsa de agua. Es la sensación más desagradable que se pueda experimentar (después de deberle plata a la DIAN, por supuesto).
La tapa fue cuando traté de volver a casa y no pude hacerlo por avión a pesar de que estuve más de una hora intentándolo. Así que resignado, compré un pasaje en bus para el lunes festivo y empecé a mentalizarme para un viaje de 24 horas por medio país. Sin embargo, cuando fui a montarme al bus, encontré con que Brasilia nos había estafado: el bus viejo e incómodo en el que pretendían enviarnos a Cali no era el carísimo transporte por el que habíamos pagado. Obviamente todos los viajeros protestamos y pedimos a la Policía que interviniera. Cuando dijeron que iban a ver si de pronto nos podían asignar otro bus en tres horas o al otro día, yo opté por cambiar mi pasaje para el siguiente día y devolverme a Santa Marta. Una fuerza misteriosa me retiene aquí contra mi voluntad y nada me encabrona más que verme forzado a hacer algo contra mi voluntad.
Pero nada. Al mal tiempo, buena cara. Ojalá tuviera con qué pasear el día que me queda. Hasta ahora he logrado monitorear permanentemente mis reacciones y purgar las ideas irracionales que llevan al Lado Oscuro. Y claro, me consuela preparar mi regreso a Santa Marta pero bajo mis condiciones. Junto a la carpa, no sobra empacar el sable de luz.
Efectivamente, cuando era niño tenía increíbles problemas de atención. No importaba cuánta atención pusiera al profesor en el colegio, invariablemente acababa siguiendo con los ojos los patrones geométricos del tablero, del piso, de la camisa del compañero de adelante. Y tal y como Calvin era sorprendido por su profesora al volante de la nave de Spiff, a mí me preguntaban algo preciso cuando cuando ya iba por los paneles del cielo falso.
Ya en mi adolescencia leía tanto, pero tanto, que tenía en mi cabeza descripciones de lugares y situaciones con los que mis compañeros ni siquiera soñaban. Por eso cuando me escuchaban hablar, todos creían que yo era inteligentísimo (todos, menos mis profesores de álgebra, trigonometría y cálculo que me miraban con profunda conmiseración). Obvio que las gafas culo de botella ayudaban un poco a la imagen. El hecho es que tenía una idea muy clara de cómo debería ser el mundo si fuera regido por la lógica y la razón, y al igual que Sheldon Cooper encontraba muy perturbador que la gente no cumpliera su palabra o que su proceso de toma de decisiones fuera más emotivo que racional.
Ahora, aunque tengo la edad emocional de un niño de 25 años, las canas en mi barba y en las cabezas de mis ex compañeros de colegio me dicen que ya se supone que debería ser adulto. Ahora el lío es que todo sale distinto a como lo he planeado. Si me pongo a revisar mi historial a la luz de modernas teorías psicológicas, encajo en cuanta vaina rara hay, desde el Síndrome de Asperger hasta el Trastorno de Déficit de Atención. Mejor dicho, a diferencia de Anakin Skywalkwer, aguantarse las ganas de ceder al lado oscuro es una pendejada al lado de todo esto. Sin embargo, mi maestra Jedi insiste en que son puras ganas mías de joder.
La última tarea que me puso antes de irme del país fue que me expusiera voluntariamente a la situación que más me incomodara. Prueba superada (fácilmente). Lo que no me imaginé es que la verdadera prueba de fuego estaría en mis vacaciones.
Resulta que cuando volví al país, no llegué directamente a mi casa sino que de Bogotá pegué para Santa Marta a unas vacaciones organizadas por mi mamá “con todo pago”. El problema es que cuando mi mamá paga, significa que es bajo sus condiciones y automáticamente dejo de ser un adulto que toma sus propias decisiones para convertirme de nuevo en un niño de 8 años. Y como me gasté los restos de mi tarjeta débito en el vuelo a Santa Marta, dependía absoluta e irrevocablemente de mi mamá hasta para comprar una bolsa de agua. Es la sensación más desagradable que se pueda experimentar (después de deberle plata a la DIAN, por supuesto).
La tapa fue cuando traté de volver a casa y no pude hacerlo por avión a pesar de que estuve más de una hora intentándolo. Así que resignado, compré un pasaje en bus para el lunes festivo y empecé a mentalizarme para un viaje de 24 horas por medio país. Sin embargo, cuando fui a montarme al bus, encontré con que Brasilia nos había estafado: el bus viejo e incómodo en el que pretendían enviarnos a Cali no era el carísimo transporte por el que habíamos pagado. Obviamente todos los viajeros protestamos y pedimos a la Policía que interviniera. Cuando dijeron que iban a ver si de pronto nos podían asignar otro bus en tres horas o al otro día, yo opté por cambiar mi pasaje para el siguiente día y devolverme a Santa Marta. Una fuerza misteriosa me retiene aquí contra mi voluntad y nada me encabrona más que verme forzado a hacer algo contra mi voluntad.
Pero nada. Al mal tiempo, buena cara. Ojalá tuviera con qué pasear el día que me queda. Hasta ahora he logrado monitorear permanentemente mis reacciones y purgar las ideas irracionales que llevan al Lado Oscuro. Y claro, me consuela preparar mi regreso a Santa Marta pero bajo mis condiciones. Junto a la carpa, no sobra empacar el sable de luz.