viernes, 22 de diciembre de 2006

¿Vale la pena tener una amante?


Silvia propone en su bitácora que "si conseguir novio es difícil, es más complicado conseguir un amante, se requiere de un perfil más alto, de una incondicionalidad mayor que la de un novio y de una permanente picardía suprema a la de una relación de pareja". Me declaro vehementemente en desacuerdo.
          Primero que todo, pienso que la condición de amante no implica necesariamente sexo. Para mí, buscamos una amante para satisfacer algún tipo de pasión, que no necesariamente debe ser física (como bailar o jugar tenis) sino que también puede ser intelectual (como jugar Monopolio, hablar de mitología, de historia, de cine o de las implicaciones antropológicas del último capítulo de los Simpson). Una buena amante, independientemente del sexo, es alguien con quien es rico compartir el tiempo, que se las ingenie para que en cada encuentro uno desee no estar en otro lugar distinto que allí con ella. Una buena amante es alguien que se ría con uno y (muchisisisisímo más importante) que se ría con los chistes bobos de uno. Claro, para quienes pensaban que para ser amante bastaba con tirar rico y ya, de pronto sí coincido con Silvia en pintar un perfil muy alto.
          Sin embargo, estoy en desacuerdo porque creo que de una buena novia se debería esperar un perfil todavía más alto que el de amante, no al revés.
          En primer lugar, una amante sólo está con uno en los buenos momentos (obvio, se trata de pasarla RICO), y lógicamente se pierde si uno está en la mala, por lo que no es para nada incondicional sino al revés. Por el contrario, de una novia esperaría que sea lo suficientemente fuerte como para sostenerme cuando esté triste, para aunque sea llamarme a preguntar cómo estoy cuando me enferme, y lo suficientemente madura para dejar a un lado su orgullo y dejarse ayudar cuando tropiece o dejarse consentir cuando la asalte la melancolía. A una amante no la veo en ese plan.
          En segundo lugar, cuando uno está en plan de amante busca encontrarse sólo cuando le resulta cómodo, por lo que no es tan difícil lucir siempre relajado, de buen ánimo, con cosas nuevas para contar o con trucos diferentes para descrestar. En cambio con una novia lo que se busca es compartir tanto tiempo de calidad como sea posible, por lo que creo que es aun más retador no repetirse ni dar papaya a que su pareja se aburra. Con una novia toca negociar los espacios, los tiempos, los recursos y las actividades, por lo que sería bueno tener al lado a alguien lo suficientemente fuerte para no dejarse pisotear, pero lo suficientemente sensata como para conciliar cuando las prioridades o los gustos no coincidan.
          En tercer lugar, creo que una buena amante es con la que uno tiene gustos en común. Incluso si se tienen puntos de vista diferentes y lo que se hace con la amante es discutir, lo que les resulta atractivo al uno del otro es justamente que comparten esa pasión por el debate. En cambio con una novia, además de los gustos en común yo lo que encuentro más atractivo son las diferencias. Una buena novia es capaz de aprender de lo que lo apasiona a uno, y además lo hace a uno emocionar con lo que la apasiona a ella.
          Por último, pero no por eso menos importante, encontrar a alguien con quien uno pueda tirar rico no tiene precio, llámese novia o amante. El buen sexo no empieza en la cama sino muchísimo antes, y si uno encuentra a alguien con quien pueda jugar por horas y hasta por días (por teléfono, por MSN, en encuentros fugaces de pasillo) antes de repasar el Kamasutra, pues yo creo que vale la pena tener una amante.
          Yo creo que una buena candidata a novia debe también calificar como amante. Evidentemente si uno está pidiendo tanto, es porque considera que como mínimo puede dar también lo mismo a cambio. Y no creo que esté pidiendo imposibles. Tal vez, simplemente quedé tan malacostumbrado con mi última relación que ya no me transo por menos.

lunes, 18 de diciembre de 2006

Viviendo con diecisiete pingüinos

Como todo personaje que juega a ser adulto viviendo independientemente, hace dos meses me dispuse a pagar los servicios públicos de mi apartamento. Mientras el recibo del teléfono era fiel reflejo de mi uso irresponsable de Internet, el del agua parecía un mal chiste: $260.000. Efectivamente la lectura indicaba que yo había pasado de un promedio mensual de consumo de 3 m3 de agua a 14 m3 de un mes para otro.
          Escéptico por naturaleza, revisé minuciosamente cada uno de los grifos, tuberías visibles e inodoros (me demoré 20 segundos; así de grande es mi apartamento). Nada. Ni siquiera una baja de presión o una pared húmeda que insinuara una fuga. Pregunté a los vecinos, pregunté a los porteros. Más nada.
          Empezaron a atormentarme toda clase de hipótesis exóticas, pero rápidamente tuve que descartar que el nunca instalado calentador espontáneamente se hubiera conectado a la tubería y empezado a chupar agua (cuando lo revisé me trató con su habitual indiferencia). Tampoco encontré evidencia de alguna banda de pingüinos sedientos agazapada en mi congelador que hicieran de las suyas durante mi ausencia. Me fui a quejar a las empresas municipales y el funcionario se extrañó por el aumento de consumo tanto como yo. Le pareció tan raro que de inmediato supo que tenía que haber algún error y me dijo que iba a investigar.
          Un mes más tarde me llegó la siguiente factura reportando 102 m3 de consumo de agua. ¡¡¡ 102 m3!!! Cuando creí que ya nada podía sorprenderme, el mes siguiente llegó por 235 m3. Completamente escandalizado, me empecé a imaginar a tres hipopótamos retozando en un estanque llenado con agua de mi apartamento.
          Esta vez escribí una carta airada, que la funcionaria ni siquiera miró. Cuando vio en su pantalla el reporte de los 235 m3 me preguntó:
          - ¿Cuántas personas viven en el predio?
          - … ¡¡¿QUÉ?!! ¿Es que no sabe dividir? Ni aunque viviera con diecisiete pingüinos, tres hipopótamos y una ballena asesina me podría gastar ¡¡235 m3 en un mes!! , pensé para mis adentros ― . Señora, yo vivo solo, el predio es un apartamento que ni siquiera tiene calentador de agua, y no hay ninguna fuga perceptible que justifique ese consumo. El mes pasado solicité revisión y no pasó nada.
          - Ahhhh... Aquí dice que un día fueron y no atendió nadie. ¿Por qué no atendieron?
          - ... ¿No le acabo de decir que vivo solo? ¿Quién quería que abriera cuando estoy trabajando? ¿Uno de mis diecisiete pingüinos?, pensé. ¿Qué días van? Si me avisan, yo me puedo programar y no ir a trabajar ese día.
          - Ah no, ellos van cuando les asignen el turno; imposible saber antes.
          Para que no me ganaran las ganas de gritar lo que estaba pensando me fui con la promesa de que iban a investigar y que esta vez me llamarían antes para verificar que estuviera para atenderlos. A las dos semanas me llamaron, fueron y detectaron una fuga antes del buitrón. Todavía no entiendo cómo una fuga antes del contador me estaba marcando consumo, pero en todo caso en la administración de la unidad se encargaron de repararla. Vinieron, rompieron y me dejaron sin agua durante dos días mientras secaba el cemento.
          No recuerdo haber pasado dos días más largos. Aunque tenía la opción de irme a duchar al apartamento de mi mamá, mi vida no era la misma. Tenía que traer agua embotellada para regar mis matas y cepillarme los dientes en la oficina. Pero lo peor era no poder hacer uso del mueble principal del baño.
          Aclaremos algo. El sexo me gusta tanto como al resto del género masculino, pero no creo que haya mayor placer que descargar el intestino inmediatamente después de estar urgido. Por eso me causaba una intensa sensación de privación no poder usar mi baño durante esos dos largos días. Claro, podría usar los baños de la oficina o el del apartamento de mi mamá, pero es que yo no me siento cómodo en un inodoro que no sea el mío.
          Es como ir a cine. Parte de la experiencia es la comida, el sonido, el ambiente, no sólo la película. En la ida al baño el placer no es completo a menos que uno pueda gritar impunemente el correspondiente gemido de alivio cuando la transferencia se ha completado. Taponar un baño ajeno del cual desconozco la capacidad de evacuación también es algo que me inquieta.
          Una lágrima me asomaba por el rabillo del ojo cuando miraba la puerta de mi baño, sabiendo que el fin de mis penas estaba tan cerca y a la vez tan lejos. Tuve que todo mi poder de autoengaño para visualizar a mis imaginarios diecisiete pingüinos, furiosos, acuartelados tras la puerta cerrada de mi baño para ayudarme ahuyentar la tentación de entrar. Fue horrible.
          Los dos días pasaron, pude abrir nuevamente la llave de paso y mi baño y yo volvimos a encontrarnos. Creo que desde que Gokú llegó por fin a Namekuseí no había sido tan feliz.

lunes, 11 de diciembre de 2006

Los lujos que Pinochet y Yunus tienen en común

El ex dictador chileno Augusto Pinochet murió ayer a la edad de 91 años, durando más que otros colegas suyos en el negocio de los gobiernos totalitarios, como Nerón, Calígula, Stalin o Hitler. No creo que el chileno haya invertido US$1000 mensuales para frenar el envejecimiento a punta de inyecciones de la hormona del crecimiento humano, pero sin duda logró fabricar para sí unas condiciones mucho más favorables que las que lograron sus predecesores, quienes debieron lidiar con asesinos acechándolos por todas partes.
          Cuando Pinochet fue detenido en Londres y enjuiciado a su regreso a Chile quedó claro que más de uno tenía ganas de encarcelarlo, pero realmente no creo que haya enfrentado muchos atentados contra su vida después de entregar el poder. La impresión que tengo es que un hipotético asesino hubiera causado más rechazo que simpatía entre la sociedad civil porque se supone que en las democracias el derecho a la vida no es un privilegio de los poderosos sino un bien común a la población en general.


Los lujos son algo relativo
Entre más retrocedemos en el tiempo, es más claro que una tranquilidad similar sólo hubiera podido comprarse con mucho dinero: probadores de comida para prevenir envenenamientos, dobles idénticos para desviar atentados a distancia, fortificaciones y guardias malencarados para evitar el acceso no autorizado, y un largo etcétera.
          Hay otros ejemplos de cosas que hoy damos por obvias, que defendemos como derechos, pero que hace tiempo hubieran sido considerados lujos obscenos. Pensemos por ejemplo en el hielo: para disfrutar de una bebida helada en una tarde calurosa sólo tenemos que sacar unos cubitos de la nevera, es decir, algo cotidiano para al menos la mitad de la población. Pero en la época de Cristo sólo unos poquísimos romanos muy ricos podían darse el lujo de probar el hielo porque debía traerse de las montañas con un esfuerzo tan grande que hubiera servido para alimentar a varias familias durante semanas. Tal vez refrescarse con hielo era un lujo tan banal y costoso para los palestinos del común que lo hubieran considerado incluso inmoral, pero entonces ¿por qué nosotros lo aceptamos sin problema?
          La respuesta es que un lujo sólo es ofensivo cuando no se tiene acceso a él. Una mandarinada de $7000 en Andrés Carne de Res nos parece estrafalaria (así haya estado BUENÍSIMA) cuando pensamos que por esa plata podrían almorzar dos personas. Y ni hablar de lo que cuesta una cena en el restaurante más caro de Nueva York. Yo no tengo problema con que la gente coma rico, el problema es que no es un gusto ampliamente garantizado.
La prueba está en que para que unos pocos podamos pasarla bueno, muchos otros deben pasar privaciones. Yo me considero una persona con un estilo de vida bastante sencillo, pero según mi huella ecológica se necesitarían dos y medio planetas Tierra para proveer hoy los recursos que permitieran a toda la población mundial vivir como yo. Y si esa es la situación con mi modesto estilo de vida, ¿se imaginan cuál es la huella ecológica de esos monstruos desconsiderados que tienen el descaro de andar en carro, vivir en una casa de dos pisos y bañarse con agua caliente? Como Tierra sólo hay una, la única forma en que la ecuación cuadre es reconociendo casos como el de Colombia, donde el 40% de la población está por debajo de la línea de pobreza, o sea que consumen muchísimos menos recursos que quienes leen esta bitácora.


Democratizar los lujos sí se puede
Sin embargo, de vez en cuando aparecen iniciativas que convierten los lujos en bienes cotidianos. Hace poco más de 10 años acceder a BitNet (predecesor de Internet) era un lujo que sólo los estudiantes de electrónica con proyectos de investigación en robótica podían darse (al menos en la Javeriana de Cali). Ahora al menos el 10% de la población mundial tiene acceso frecuente a Internet, y casi cualquiera puede pagar $2000 por media hora de acceso en un cibercafé.
          Así mismo, el movimiento de software libre ofrece sin costos de licenciamiento alternativas muy buenas al carísimo software propietario de empresas como Microsoft y Oracle. Estas compañías han considerado este movimiento tan exitoso que han comenzado a imitar algunas de sus prácticas y hasta a ofrecer versiones gratuitas de sus productos estrella. Claro, el acceso al software de calidad sigue sin ser un bien universal, pero al menos ya no es privilegio de algunas compañías muy ricas.
          Otro ejemplo que encuentro inspirador es el de varios alcaldes de Bogotá que le apostaron a invertir la platica de los impuestos en parques, vías peatonales, ciclovías y sistemas de transporte masivo que logra democratizar un poco lo que antes era privilegio de los accionistas de clubes campestres y propietarios de carros particulares. Al fin y al cabo, el aire puro y menos congestión en las vías es algo que beneficia a todos, incluso a los que tan fieramente se opusieron a los bolardos de Peñalosa, es decir, los mismos accionistas de clubes campestres y propietarios de carros particulares.
          Sin embargo, el ejemplo que me parece más impactante es el del Grammen Bank de Bangladesh y su fundador Muhammad Yunus, que recibieron ayer el Premio Nobel de la Paz. ¿La razón? Lograron convertir un lujo (el acceso al crédito bancario) en un recurso al alcance de los más necesitados. Ha sido tan exitosa esta iniciativa que lo que en un principio era sólo un proyecto de interés social demostró ser un buen negocio, tan interesante que ahora los bancos comerciales están disputándole los clientes que antes no querían.
          En conclusión, el caso de Pinochet demostró que la institucionalidad que él despreció le permitió morir ayer de causas naturales, debido a que la protección que antes era un lujo de los poderosos se democratizó hasta volverse un bien (en teoría al menos) universal. De manera similar, Yunus y su banco fueron galardonados ayer por demostrar que un lujo como el acceso al crédito tiene un impacto mucho mayor cuando se democratiza para que todos podamos beneficiarnos.