En un debate sobre literatura y entretenimiento la periodista cultural Marianne Ponsford declaró que no pensaba perder su tiempo leyendo, por ejemplo, a Paulo Coelho. Un asistente ofendido le preguntó si ella pensaba entonces que los millones de fans de Coelho son seres alienados (¿sabría el asistente lo que significa la palabra?) por disfrutar de un trabajo que es considerado de poco a ningún valor por parte de la crítica. Aunque ella, con enorme gracia y diplomacia, en pocas palabras le respondió que sí, creo que quedó otra pregunta en el aire. ¿Por qué si a tanta gente le gusta este tipo de trabajo, los críticos son insistentes y consistentes en pordebajearlo? ¿Será acaso que Paulo Coelho y Deepak Chopra son genios incomprendidos que serán reivindicados por la crítica cultural en el futuro?
Aquí creo que cabe distinguir el arte de la artesanía. Para mí, una obra de arte es aquella que logra conmover al espectador, generar en él alguna emoción, ojalá la misma que tenía el autor en mente (me parecería tenaz que la gente se ría con un drama o salga deprimida de ver una comedia). Pero la obra de arte no se queda allí. Además propone algo nuevo, una perspectiva o una manera de hacer las cosas que no se haya intentado antes, ampliando las fronteras de lo conocido. En palabras de William Ospina, el otro invitado al debate, la obra de arte cuestiona, pone en perspectiva, enriquece la relación que yo como espectador tengo con la realidad.
¿Entonces, por poner un ejemplo, las chivas de cerámica que los turistas se llevan de recuerdo son obras de arte? Para muchos, estas piezas generan nostalgia en quienes las llevan, además de cierto placer estético, con lo cual estarían cumpliendo con aquello de conmover al espectador. Es más, muchos artesanos igualan (sino es que superan) en habilidad técnica a aquellos que han recibido una formación artística, con lo que la calidad del producto final no es un parámetro definitivo para distinguir una obra de arte de una artesanía.
Sin embargo, cada una de estas piezas repite la fórmula ya probada (y seguramente refinada por generaciones de artesanos) que tuvo éxito la primera vez. No se corren riesgos al hacer una nueva obra y por el contrario se privilegia el apego a la tradición con mínimas variaciones, precisamente por miedo a fracasar donde el modelo ya probado ha triunfado tantas veces. Eso es lo que yo percibo con muchas obras de Hollywood o de literatura de aeropuerto: están muy bien producidas y mercadeadas, pero repiten la misma fórmula de siempre. ¿El resultado? Que yo como espectador puedo interactuar con estas obras y pasar un rato entretenido, pero mi vida no va a cambiar después de haberlo hecho.
¿Significa eso que las artesanías son malas? No necesariamente. Estos son productos que están diseñados para satisfacer una necesidad, y son muy buenos haciéndolo. La prueba es que Dan Brown con su “Código Da Vinci” rompió todas las marcas de ventas registradas en la historia de la literatura, así que al tipo hay que reconocerle que algo debió haber hecho bien. Por otro lado, yo no creo que a este autor o a Deepak Chopra o a Paulo Coelho los trasnoche que no los estén considerando para el Nobel de Literatura, o que sean unánimemente despreciados por la crítica especializada. Ellos dan a sus lectores lo que éstos quieren y ven crecer su cuenta bancaria, exactamente lo que se propusieron. Son los críticos quienes se preocupan de que a estos artesanos los llamen artistas, no los autores o sus lectores.
Pero volviendo a la pregunta, si lo importante en el arte es proponer cosas nuevas, ¿cómo se logra? A través de la experimentación. Por eso es tan importante correr riesgos, salirse de lo conocido y ver qué funciona y qué no. Los verdaderamente talentosos tendrán más aciertos que fracasos, pero nadie se salva de equivocarse alguna vez. Incluso a William Ospina todavía le pasa que al mostrar un nuevo texto a un amigo lector le digan "¿No te da pena? ¡Qué cosa tan mala la que acabas de escribir!". Quién sabe, de pronto lo que hoy es considerado desagradable o impopular, sea la norma para las audiencias del futuro.
lunes, 21 de septiembre de 2009
Arte, artesanías y la necesidad de correr riesgos
viernes, 11 de septiembre de 2009
El derecho a cagar dignamente
Mucho se ha hablado del derecho al trabajo, a la vida, a la libre expresión, incluso a morir dignamente. Pero es escandaloso que nadie se haya preocupado por el derecho más fundamental de todos: el derecho a cagar dignamente.
Me parece fundamental porque en plena adolescencia sufrí un episodio tan aterrador que no se lo deseo ni a Chávez: me dio estreñimiento crónico y durante 11 días me fue imposible hacer uso del 'trono'. Ya podrán imaginar mi angustia: estando imposibilitado para evacuar lo que tenía que salir, cual niña anoréxica me negaba a comer para que no entrara nada que agravara la situación. Por los pasillos del colegio me arrastraba pálido, sudando frío, con los pelitos de la nuca erizados. A la semana ya parecía desplazado etíope: flaco y ojeroso, pero con una panza templada y perfectamente esférica. Pero lo peor de todo es que el baño de mi casa dejó de ser ese refugio de lectura y relajación para volverse el escenario de mis peores pesadillas.
En vista de que el médico de la EPS sólo se burlaba de mi cobardía y me recetó simplemente que comiera banano, tuve que recurrir al tío médico. Una bolsa de lavado intestinal obró el milagro y fui libre de nuevo. Por eso propongo que La Corte Penal Internacional incluya en los cargos a la guerrilla las penurias por las que hacen pasar a los secuestrados cuando deben hacer del "número dos". También que los corruptos que se roban el papel higiénico de los colegios públicos sean condenados a ahorcamiento en plaza pública. Nadie debería verse privado del nirvana que experimenté cuando por fin pude asumir de nuevo la posición de super saiyajin en el mueble principal del baño. Juro que nunca fui tan feliz, ni siquiera cuando Gokú llegó a Namekuseí.