La memoria es algo jodido. Unos quisieran poder olvidar el pasado, mientras que otros quisieran poder recordar con tanto detalle una experiencia importante que se sintiera como si revivieran todo otra vez en su mente. Y claro, también están los que quieren ambas cosas (contradictorias, mutuamente excluyentes) al mismo tiempo.
¿Por qué queremos recordar?
Por un lado, la memoria define quienes somos. Bastante hemos tenido de Jason Bourne, Memento y películas similares para darnos cuenta de lo perdidos que estamos sin una historia, sin un pasado que nos dé perspectiva para interpretar el presente o planear lo que queremos del futuro. Por eso tener memoria del pasado es importante.
Pero también hay ocasiones en que el pasado se vuelve una obsesión tan grande que la gente recurre a las regresiones hipnóticas, que en teoría permiten traer a la mente recuerdos de manera muy vívida. Strange Days y Brainstorm nos ofrecen un vistazo a un mundo donde la gente tiene la tecnología para grabar sus experiencias y reproducirlas en su mente con absoluta fidelidad, como si fuera la telenovela de las 10:00 p.m. pero sin necesidad de televisor. El problema con todo esto es que nuestro cerebro graba el recuerdo y la emoción que sentimos cuando vivimos la experiencia que hace parte del recuerdo. Esto significa que, a diferencia de la telenovela, un buen recuerdo traído vívidamente puede darnos tanto placer como la experiencia en sí, mientras que un mal recuerdo, en las mismas circunstancias, nos puede causar un ataque cardíaco. La moraleja de la historia es que hay gente que se siente tentada a revivir una y otra vez la experiencia grata en lugar de continuar viviendo (por ejemplo, ¿para qué volver a las islas griegas si puedo revivir el primer viaje maravilloso que hice con mi pareja que ya no está a mi lado?).
¿Por qué queremos olvidar?
También está el otro lado: ¿cómo sigo viviendo con ese recuerdo que me tortura? ¿No sería más fácil olvidar a la persona a la que amé y que ya no tengo al lado? Eterno resplandor de una mente sin recuerdos nos plantea la posibilidad de un procedimiento neurológico para borrar recuerdos (“traiga todo lo que le recuerde a su ex y nosotros apagamos todas las neuronas que se activen cuando usted piensa en ella”) y sí, también trae moraleja: los recuerdos nos van moldeando y afectan nuestro carácter. Sin el recuerdo del pasado, nada va impedir que volvamos a caer en las mismas situaciones que caímos antes o, como en el caso de la película, que nos volvamos a enamorar de la misma persona que pagamos para olvidar.
Resignificar
¿Entonces qué hacemos? Pues lo que yo propongo es que los recuerdos en sí no tienen la culpa de nada. Son simplemente el registro diseñado para ayudarnos a identificar por dónde va a salir el mamut o cuán dolorosa puede ser la mordida de un tigre dientes de sable. Somos nosotros quienes elegimos interpretar esos recuerdos y reaccionar de cierta forma ante ellos. Es más, no importa que lo que recordamos no nos haya pasado a nosotros, nuestra reacción emocional puede ser la misma. La prueba contundente es de las señoras que pelean con el televisor cuando la villana de la novela le hace alguna cagada a la protagonista despistada, así sean conscientes de que ni los personajes ni la historia son reales. A mí mismo me pasó: uno de los momentos más felices de mi vida fue cuando Gokú por fin llegó a Namekuseí en Dragon Ball Z, y el hecho de que todo fuera ficción (es más, eran dibujos animados) no hizo menos real la alegría que sentí en ese momento.
Entonces la salida es resignificar los recuerdos. Si los momentos felices no van a volver, no deben convertirse en un motivo de tortura. Haber sido amados por una persona maravillosa es algo que debe servir para darnos fuerza, no para volverse un yunque en el pecho. Resignificar también implica ser lo suficientemente adulto como para ser honesto acerca de quién es uno. Es cierto que uno de los aspectos del amor (tal vez la razón más popular para querer olvidar) puede ser posesivo e interesado. Pero creo que la prueba de fuego de la adultez está en saber si el amor que se siente por la otra persona es lo suficientemente grande como para aceptar que lo verdaderamente importante es su felicidad, incluso cuando eso implique que ella sea feliz con otra persona distinta de uno. Si no es así, el “amor” que queremos olvidar es más un doloroso apego infantil (como decía Arjona: “No te enamoraste de mí; te enamoraste de ti cuando estás conmigo”). Estos recuerdos, resignificados, se convierten en algo grato para alegrar los momentos tristes e, incluso, en el referente para compartir en relaciones futuras eso tan especial que nos dejó el amor del pasado.
lunes, 14 de enero de 2008
¿Qué demonios hacemos con los recuerdos?
martes, 8 de enero de 2008
El síndrome de Don Ramón
Don Ramón se hizo célebre arreglándoselas en cada programa para no pagar la renta, viviendo en su apartamento por otro mes sin importar qué tan decidido llegara el Señor Barriga a cobrarle. Como si fuera poco, también lograba hacerse atender por la Bruja del 71 sin por ello tener que ceder ante sus continuas insinuaciones. Don Ramón siempre vivió del rebusque y nunca tuvo un empleo: definitivamente lo suyo era la emoción pura de ignorar qué le depararía la vida la próxima semana. Sin embargo, también podemos especular que la Bizcabuela (su mamá o su suegra) era quien lo mantenía a flote cuando andaba más arrancado porque fue ella quien se hizo cargo de la Chilindrina cuando él murió. ¿Qué más se puede decir? Don Ramón era sin duda el prototipo perfecto del adulto fallido.
Pero... ¿cómo culparlo? Para mí la idea del infierno se parece mucho a pasar todo el día ante una hoja de Excel cuando no se está asistiendo a reuniones que parecen reproducirse espontáneamente dentro de Outlook. Me aterra pensar que mi trabajo sea sólo un piñoncito dentro de un gigantesco engranaje, donde lo que me haga levantar cada mañana sea el temor de perder el empleo, y en consecuencia, la “estabilidad económica” tan importante para nuestros padres. No importa qué tan jugosa sea la transferencia bancaria a final de mes, creo que trabajar para estas grandes corporaciones impersonales debe sentirse mucho como ser un clon trabajando en los pasillos de la Estrella de la Muerte bajo el puño de hierro de Darth Vader, o como un orco más en las minas del Señor de los Anillos. Y la verdad no ayuda mucho que la única diferencia visible se reduzca a la corbata acompañada de una linda escarapela que dice “EMPLEADO” o, peor aún, “TEMPORAL” (el mismo estrés pero sin la ilusión de la “estabilidad”).
Por lo anterior, no es de extrañar que Don Ramón sea visto por muchos como un héroe popular. La idea romántica de vivir por siempre haciendo sólo lo que nos gusta (así pague poquito), disponer de nuestro tiempo y no dejarnos atrapar por responsabilidades de largo plazo, seguramente nos ha dañado la cabeza a todos en algún momento. Pero ahora me pregunto ¿caer en el Síndrome de Don Ramón es una forma viable de ser adulto?
Yo quiero creer que existen opciones distintas a ser el empleado que debe vender sus sueños a cambio de estabilidad (como muchos de nuestros padres) y al extremo opuesto de vivir “de milagro” (voy a proponerle a la DIAN que incluya esa casilla en el formulario de declaración de renta). Porque ciertamente asusta mucho que incluso después de cumplir los treinta, todavía dependamos de que nuestros padres nos ayuden con esa gran deuda que no estamos en capacidad de pagar (llámese préstamo de posgrado, tarjeta de crédito, refinanciación del carro, etc.). Asusta todavía más que a esta edad no estemos seguros de qué queremos hacer con nuestra vida. También asusta no saber cómo demonios vamos a convertirnos en ese buen partido que todos los padres buscan para sus hijas. Me aterra tener que convertirse necesariamente en Cristiano (con el pescadito enchapado en el baúl del BMW), Judío o Musulmán (el tradicional “majito” libanés) para ser próspero en los negocios.
Pero por encima de todo, a mí lo que más me asusta es no tener el valor y la disciplina para salir adelante haciendo lo que me gusta y quedar atrapado en uno de estos estereotipos o debajo de la gorrita azul que en su frustración solía pisotear Don Ramón.