¿De dónde salieron los corsés? ¿Y las burkas, esos velos con las que las mujeres son forzadas a cubrirse en las teocracias islámicas? ¿Y los bikinis? ¿Y las cirugías para redondear con silicona la "pechonalidad" de las féminas? Aunque no todos los casos están documentados, muy probablemente todas estas formas de alterar la apariencia femenina vinieron de la mente de un tipo. Sin embargo, de unos años para acá las mujeres han volteado la torta y han influido más decisivamente en la forma como nos vemos los hombres que en ninguna época de la historia.
Bueno, para no decirnos mentiras, las mujeres SIEMPRE han influido en la forma como los hombres han escogido verse. Esa es la razón por la que seguimos usando saco y corbata en los matrimonios en lugar de camisilla manga ciza + bermudas + media tobillera, a pesar de que no estamos en la brumosa campiña escocesa sino en un amodorrador paraíso tropical. Sin embargo, creo que recientemente la cosa se ha empezado a poner peluda, o para ser más precisos, lampiña.
Mi hipótesis es que todo es culpa de Mattel. Efectivamente, en parte muchas mujeres se sienten gordas (aunque estén flacas como un rejo) porque en su niñez les quedó grabado el ideal de belleza femenino que representaba la anatómicamente imposible Barbie. De la misma forma, el modelo metrosexual que ahora adoran las mujeres también puede haber sido influenciado por lo que vieron en su infancia: un tipo flaco como una Barbie, lampiño como una Barbie, con un guardarropas extremadamente variado como el de una Barbie y que se deje mangonear como una Barbie... En otras palabras, un Ken. El pobre y vilipendiado Ken se convirtió en el ideal de belleza masculino para muchas niñas que ahora ya son mujeres.
¿Y ahora qué putas vamos a hacer los que no nos parecemos ni cinco a un Ken? Ahora los que prosperan son los tipos que se matan de hambre, van al gimnasio exclusivamente a hacer abdominales, se depilan cada pelo sin misericordia cual tumor maligno, lucen sus uñas divinamente manicuradas y se visten tan, pero tan a la moda que en los almacenes de ropa les deben dar descuento por cliente fiel. Entre ellos no suele faltar el tipo de ademanes tan delicados que a simple vista a uno le queda la duda de si "es o no es", pero la nena divina que tiene al lado sale en su rescate prácticamente dando a entender que el man sí se la come para que a todos sus amigos les quede claro que "no es" y dejen de molestarla.
Pues señores, lo que yo propongo es que unamos fuerzas con los gay. Aunque es una imposibilidad estadística que todos los gay sean bonitos, apuesto a que la mayoría cuida tanto su apariencia como para calificar dentro del ideal metrosexual. Y apuesto a que a ellos tampoco les gusta que los tipos que con su apariencia y su comportamiento lucen como posibles conquistas les salgan con que no, que son heterosexuales. Por eso deberíamos propiciar que cada vez más gay salgan del clóset, que no teman expresarse libremente y que puedan reunirse donde les dé la gana sin que a los demás les importe. <
Un escenario así nos conviene a todos. Aunque yo creo que una mayor dosis de tolerancia por las preferencias de los demás redunda en una sociedad más civilizada y vivible, en el fondo también tengo la maquiavélica y egoísta esperanza de que más gay declarados en las calles mejoren mis opciones con el las nenas. La razón ya la había explicado Daniel Samper Pizano hace varios años: entre más tipos gay haya en el mercado, menos competencia vamos a tener los heterosexuales por las mujeres disponibles (menos oferta para la misma demanda). Al mismo tiempo, entre más mujeres identifiquen el estilo Ken como gay, menos van a pararle bolas a los que lucen así y tal vez el ideal de belleza masculina cambie. Sólo así los que somos como el oso (feo pero sabroso) podremos ver los frutos de mantener la cuchilla de afeitar en huelga, de lucir orgullosamente una calva producida por demasiada testosterona o de gastar en ropa sólo la muda del año. Justamente como nos gusta.
lunes, 29 de octubre de 2007
¡Abajo Ken, arriba los gay!
sábado, 27 de octubre de 2007
Sueño en el exilio
El día era de celebración. Apretujados bajo un mismo techo, todos los asistentes tenían puestos sus ojos en el improvisado escenario al fondo de la habitación. La semioscuridad del ambiente resaltaba nítidamente los bailarines brillantemente iluminados en el escenario, que se movían sincronizadamente trazando coloridos movimientos con sus trajes... demasiado sincrononizadamente.
Una mirada más cuidadosa revelaba que los bailarines no eran sino una ilusión creada por un único artista, que se las había arreglado para animar marionetas de tamaño humano con sus movimientos de baile. La sensación de estar viendo una hilera de danzarines cosacos levantando las piernas con la agilidad de bailarinas de can-can era absolutamente envolvente. Cada bailarín tenía un traje completamente único, cuyos brillantes colores hubieran opacado el guardarropa de una compañía de acróbatas chinos.
Cuando los últimos acordes de I can't dance de Genesis se extinguieron en el ambiente y los bailarines salieron apresuradamente del escenario, la luz se extinguió casi por completo. Mi turno había llegado.
En medio de la semioscuridad salté hacia el escenario e inicié la serie de movimientos que manipularían la energía circundante hasta casi detener el paso del tiempo. Un estado alterado de conciencia me inundó y lo que para mí eran movimientos ejecutados cuidadosamente en cámara lenta, a los ojos de los demás parecían rápidos fogonazos casi imposibles de seguir. Lo que vino después fue una sucesión de coreografiados golpes a la pared del escenario, que resultó estar compuesta de nueve rectángulos. Cada golpe hacía que la luz del exterior entrara por las rendijas que separaban cada bloque de los demás, iluminando cada vez más la habitación con una especie de brillante y gigantesco tablero de triqui. Con el golpe final me lancé contra la pared falsa y empecé a caer al exterior del edificio. Para acabar de liberar la entrada de la luz a la habitación, arrastré en mi caída lo que quedaba de la pared. Desde atrás ésta se veía como un grupo de tablas unidas con cinta de enmascarar, el aporte al espectáculo de los muchachos del grupo de capoeira.
El efecto sobre la audiencia fue impresionante. En mi caída en cámara lenta pude ver cómo los espectadores salían a asomarse por donde antes estaba la pared y la primera que vi fue a ella. Lucía tenía el cabello cubierto con un velo blanco transparente y lucía una sonrisa de mil soles sobre su rostro; nunca la había visto tan feliz. Obviamente la celebración era un matrimonio y ella era la novia.
Cuando llegué al suelo con los restos de la pared del escenario, la burbuja de tiempo alterado se disolvió. Con ella también se fue mi sensación de euforia y sólo podía pensar “no te enamores de una Cuervo a menos que estés dispuesto a casarte con ella”. De camino hacia mi camerino pasé por la mesa donde estaban sirviendo la torta. Pedí que me guardaran un pedazo, pero después lo pensé mejor y me devolví a tomar uno de una vez.
Justo cuando iba a dar un mordisco a la torta de fresa, desperté a cientos de kilómetros lejos de allí. Abrí los ojos dentro de un enorme cubo blanco, con las primeras luces de la madrugada insinuando el contorno de las persianas. En medio de la oscuridad, por fin me quedó claro lo que tenía que hacer.
lunes, 8 de octubre de 2007
El desnudo es el mejor disfraz
Recuerdo que cuando me pinté el pelo por primera vez, el único que no se mostró aterrado fue el rector de la universidad. De resto, todos los que me conocían antes del cambio me miraron entre aterrados y divertidos porque no me creían tan audaz como para salirme de los convencionalismos. Yo pensaba que haber tenido el pelo largo hasta los hombros durante varios años me calificaba como audaz, pero supongo que ahora cualquiera se deja crecer el pelo y más bien es audaz el que se deja hacer el corte militar. Un profesor para el que había trabajado me dijo cuando me vio, sacudiendo su cabeza de un lado a otro, que me había creído una persona seria hasta ese día (aclaro que cuando lo conocí ya tenía otra vez el pelo corto). Suficiente ilustración: lo que yo había considerado un cambiecito inocente y perfectamente normal para mi personalidad, como ponerse una camiseta de Rammstein o dejarse el candado de traqueto, resultó siendo algo completamente incompatible con la imagen que los demás tenían de mí. Esa fue la primera vez que fui realmente consciente de que la gente puede hacerse una idea de nuestra personalidad a partir de la apariencia que no necesariamente coincide con la realidad.
Fue a partir de ese momento en que observé con mayor atención a los rastafaris, a los punketos, a los skaters y en general a todas esas tribus urbanas a los cuales consideramos exponentes más o menos iguales de un mismo estereotipo. Obviamente cuando están juntos, todos los miembros de un mismo grupo se comportan muy similarmente, pero al conocerlos por separado fuera de su clan, pude ver que tenían una personalidad mucho más compleja de la que exhibían ante sus amigos. Aunque ahora parezca obvio, apenas en ese entonces caí en cuenta de que el número de piercings y el exotismo de los tatuajes no son un código de barras como los que identifican los productos en los supermercados. Simplemente refuerzan la imagen que la persona quiere proyectar de sí misma, no son un subproducto casual de la forma como se desenvuelve su propia personalidad. Hacen parte de un disfraz que no es solamente para Halloween sino para todos los días.
Claro, hay quienes dirán que sólo usan cierta ropa, accesorios o maquillaje porque les gusta y no porque tengan algo que demostrar a los demás. Sin embargo, puedo contar con los dedos de una mano a los que he visto realmente hacerlo hasta las últimas consecuencias. Fue más o menos por esta época que el color naranja radiactiva de mi pelo mutó hacia un plateado más o menos permanente (dejaron de gritarme “Eeeeemineeeem” en la calle y de considerarme maricón hasta que mi forma de hablar los sacaba de su error), pero con el paso del tiempo, ya empezaba a apegarme a esa apariencia. Confieso que me parecía bacano cuando me disfrazaba con saco y corbata y debía asistir a una reunión donde todo el mundo tenía más o menos el mismo saco y la misma corbata. Yo era el único que se veía diferente a primera vista sin importar qué tan tatuados o enjoyados estuvieran los demás por debajo de su leve capa de solemnidad.
Ocho años después llegó la crisis de la autenticidad y pensé que uno debe tratar de ser consistente entre cómo luce y cómo se siente pero sin recurrir a artificialidades como un químico para teñirse. Algún día la terapia genética nos permitirá ser del color que nos dé la gana, hasta tener pelo si nos hace falta, pero por ahora los tintes son un gastico mensual de tiempo y dinero del que me mamé. Y llegó el momento de la verdad. De la mano de mi fiel Remington HC-815 y su cabezal de 3mm me rapé la cabeza, me quité las gafas, y me dejé crecer la barba. Aunque reconozco que ahora estoy más cerca del lado oscuro que antes, mi nueva apariencia de paramilitar sigue siendo una forma de disimular lo teta que soy.
Mostrarme tal y como soy es muy bacano pero también tiene sus desventajas: ahora los porteros me requisan más de la cuenta y las mamás tratan de ocultarme a sus hijas veinteañeras en los centros comerciales. Pero al mismo tiempo pocos me reconocen en la calle y me puedo dar el lujo de escoger a quién quiero saludar y a quien no. Definitivamente, el desnudo sí es el mejor disfraz.