Bogotá, DC. 5:30 de la madrugada. 14 grados centígrados. Con los ojos un poco entornados por el sueñito abro la llave de la ducha. Si no hubiera temido despertar a mis compañeras de apartamento, el alarido de horror que atrapé en mi garganta se hubiera escuchado hasta Monserrate.
La razón de mi sorpresa fue que abrí la llave del agua caliente con la razonable expectativa de que no saliera helada (¿era acaso demasiado pedir?), pero ya estando en pelota en la ducha y con la cabeza mojada, decidí acabar de bañarme en lugar de salir a coger a patadas el calentador. Tenía tanto frío que cuando salí del baño el espejo quedó empañado, no por el vapor de la inexistente agua caliente sino por las muchas veces que el frío me hizo exhalar entrecortadamente. Imagino la cara de indignación de mis compañeras cuando, al ver el espejo empañado y ni gota del agua caliente, dedujeron razonablemente que yo me la había gastado toda.
El malentendido no pasó a mayores y después nos pusimos a analizar por qué demonios no salía el agua caliente. Abrimos y cerramos las llaves de paso, movimos los conmutadores eléctricos del tablero principal de la cocina, probamos diferentes combinaciones de interruptores cercanos (según alguien a quien consultamos, el calentador estaba conectado al mismo circuito que la luz del espejo del baño), hasta llegué a dibujar una tabla con los estados de los interruptores para asegurar que habíamos barrido todas las combinaciones posibles.
Sin embargo, y a pesar de los desesperados esfuerzos de TRES ingenieros de sistemas (y de diferentes universidades, para evitar suspicacias) dispuestos a lo que fuera con tal de no bañarse de nuevo con agua fría, el hijueputa calentador se quedó ahí, fresco, sin dignarse siquiera a engañarnos con un ronroneo, aunque fuera una vibracioncita esperanzadora. Al otro día llegó otro compañero; movió los mismos interruptores, abrió los mismos grifos e hizo las mismas preguntas estúpidas que hicimos antes. Conclusión: Calentador 4 ? Ingenieros de sistemas 0.
En este momento caí en cuenta de que así como confié mi integridad física y mental (bañarse en Bogotá con agua fría debería ser considerado deporte extremo) al supuesto de que tendría agua caliente, no era la primera vez que lo hacía. Sabíamos QUÉ hace el calentador, pero no CÓMO lo hace (y por lo tanto no teníamos idea de hacerlo funcionar si fallaba). Cuando ingresamos en una caja cerrada como un ascensor o un avión, quedamos indefensos, renunciando completamente a tener algún tipo de control, confiando ciegamente en la cadena de pequeños milagros que son necesarios para desafiar la gravedad y proteger nuestra vida en condiciones para las que el Homo Sapiens no fue diseñado. Al menos cuando montamos en bicicleta, conducimos un carro e incluso al volar en un parapente, todavía nos queda cierto margen de control sobre nuestro destino.
Abandonarse en manos de las máquinas hasta ese nivel es profesar una fe tan ciega como la de cualquier fanático que se respete. Después de todo, al abandonarme de forma tan absoluta y sin cuestionamientos al capricho de las máquinas, acabé siendo menos racional y consciente de lo que siempre había querido creer. Pero bueno, después de la profunda reflexión (y aclarando que ya superé completamente el incidente y no volví a pensar en el asunto), ¿a alguien se le ocurre por qué putas el calentador de mierda nos dejó morir en Bogotá?
viernes, 18 de agosto de 2006
Nuestra fe ciega
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