Hace un tiempo debatía con una amiga que la forma como nos relacionamos tiene mucho más de instinto de lo que nos gusta admitir. Específicamente cuando buscamos pareja, creemos que lo más importante son los valores, los buenos sentimientos, etc. cuando en realidad lo que buscamos son señales que nos indiquen qué tan adecuada es nuestra pareja para reproducirse. Una vez satisfecha esa expectativa, ahí sí pueden cobrar más importancia otras características menos tangibles, que son supuestamente las que nos diferencian de los animales en época de apareamiento.
Por ejemplo, los machos buscamos instintivamente en nuestras parejas potenciales una buena capacidad reproductiva: una buena proporción entre cintura y caderas (tiene capacidad para sobrellevar gestación y parto con bajo riesgo), senos generosos (puede alimentar a una amplia descendencia), gracia en los movimientos (puede coordinar sus sentidos y su cuerpo para huir de los peligros que amenacen a su prole) o rostro simétrico (genes sanos que hicieron buen trabajo durante su desarrollo). Así es como el macho que vive en la zona subcortical de nuestro cerebro hace su aporte, en mayor o menor medida matizado por la cultura, a nuestra idea de lo que hace atractiva a una mujer.
Por el otro lado, las hembras instintivamente buscan en un macho a un buen proveedor para sus crías: un tipo poderoso que pueda cazar o recolectar abundante alimento para su descendencia y al mismo tiempo protegerla de los depredadores. En la selva o las llanuras esto se reflejaba en poder físico y agudeza de sentidos, lo cual sigue siendo atractivo para las mujeres actualmente.
Sin embargo, en ese sentido las mujeres son más sofisticadas que nosotros porque un tipo con cuerpo atlético y rostro simétrico les sigue pareciendo atractivo, pero esas características ya no son suficientes. Ahora, en una sociedad urbana, la definición de poderoso requiere que los hombres tengamos habilidades sociales desarrolladas y/o disponer de amplios recursos. Obvio, un obeso de 180kg no sobreviviría ni dos minutos frente a un jabalí, pero si tiene si tiene buen ?verbo? puede conseguir por la vía de la negociación los recursos que no puede obtener sólo con sus capacidades físicas. El ser capaces de importantes logros intelectuales, económicos, artísticos, sociales hace que los hombres nos sintamos tan poderosos como el que acaba de tumbar un mamut.
Y este es justamente mi problema. La que me quita el sueño no se fija en el culebrero que hay en mí cuando tengo que vender, ni en lo que escribo aquí o en otros medios, ni en mi probada capacidad para resolver problemas técnicos. Tampoco se deja impresionar por mi estado físico en progreso (ya soy capaz de llegar hasta Alfaguara en bicicleta) o que hayamos ganado dos veces el Premio Nacional de Periodismo Escrito Universitario con los de El Clavo.
La que me trastorna sólo se fija en que no tengo en qué caerme muerto (a menos, claro, que logre caer justo encima de mi computador), en que desde que soy consultor independiente no tengo un sueldo fijo, ni otros ingresos. La que me tiene pensando en ella todo el día sólo entiende que no tengo inversiones suficientes para salir de la carrera de ratas en la que estoy para, a duras penas, sobrevivir.
Es en estas condiciones en las que tengo que enfrentarla. Vaciado, debo encontrar la forma de seducirla.
A ella, la que me quita el sueño. A la DIAN.