Hace poco venía volando en avión de regreso a Cali con la placidez que da la experiencia ya conocida, cuando de repente me sobrevino un ataque de pánico. Afortunadamente (?) el susto no era una zancadilla de mi propia mente sino que estaba plenamente justificado: en plenas maniobras de aproximación al aeropuerto escuché el inconfundible pitido de un celular que timbraba con vigoroso entusiasmo.
Todavía tembloroso por el sobresalto, levanté la mirada por encima del asiento delantero y confirmé mis peores temores: una señora de mediana edad rebuscaba afanosamente en su bolso al insistente aparato que no paraba de sonar. Al parecer, quien quiera que estuviera llamando a la señora conocía el axioma No.1 de la llamada al celular de una mujer: siempre debes marcar dos veces, la primera para que el pobre aparato se haga oír desde el fondo de la montaña de chucherías de donde debe ser rescatado, y la segunda para que la susodicha tenga oportunidad de contestar.
A pesar de que creí que ya lo había visto todo en materia de indolencia, la señora finalmente hizo emerger el aparato de su profundísimo bolso y ¡se puso a hablar tranquilamente con su interlocutor sin siquiera sonrojarse! De nada sirvieron las miradas asesinas que le dedicamos todos vecinos de pasillo. La señora habló tranquilamente como si estuviera en la sala de su casa en lugar de estar poniéndonos a todos en peligro al interferir con su llamada en las comunicaciones del avión, vitales en las condiciones de escasa visibilidad en las que estábamos volando. Cuando estaba a punto de quitarme el cinturón de seguridad para levantarme a reclamarle por su imprudencia, la señora finalmente colgó.
En ese momento pasé del susto a la franca indignación. ¿Cómo es posible que alguien fuera tan irresponsable? ¿O sería asombrosamente bruta? Una cosa es que a uno se le olvide apagar el celular cuando llega tarde a cine, pero otra muy distinta es que se haya hecho la loca después de que las azafatas advirtieran ¡dos veces! que se debían apagar los teléfonos. Yo he sabido de gente desconsiderada a quien no le importa poner en peligro la vida de otros, pero ¿y la suya propia? Esa vieja definitivamente se ganó el Guinness Record en las categorías de "negligencia" y "estupidez autodestructiva".
Fue entonces que me hice consciente de que no soy tan tolerante como creía ser. Yo puedo respetar a alguien que tenga uno posición distinta de la mía siempre y cuando tenga argumentos, o que por lo menos esté convencido de la validez de sus motivos. Ahí mi tolerancia acepta que se escuchen todas las voces y que todos nos veamos enriquecidos por las perspectiva que da contar con puntos de vista diferentes. Sin embargo, mi umbral de tolerancia acaba donde la gente hace cosas (o deja de hacerlas) por negligencia, por estupidez o por pereza, pues como dice Fito: "No es bueno hacerse nunca de enemigos que no estén a la altura del conflicto".