El domingo por la mañana me despertó una gotera. No es que me estuviera cayendo en el ojo, pero sí sonaba como un mortero israelí cada vez que una gota se estrellaba contra las baldosas de mi cocina. Tomé nota mental de avisar al otro día en la administración para que me arreglaran el daño y "dejé así".
Por la noche cuando volví encontré el piso de la cocina completamente encharcado. Ya lo que era una simple gotera se había convertido en una mancha gris que abarcaba la mitad del techo, y la enorme cantidad de goticas cayendo al suelo le daban un nuevo significado a la palabra 'gótico'.
Tuve que esforzarme para contener el instinto de macho que me urgía a sacar la caja de herramientas y encaramarme al techo para reparar el daño por mí mismo. Claramente, este caso requería atención profesional. Así que me enfundé los guantes de lavar (me hicieron falta las botas “la macha”) y armado de trapeador y un balde logré secar por fin el piso. Puse tres recipientes, grandes y pequeños, dispuestos de tal forma que, cual operativo de la DEA, capturaran la mayor cantidad posible de gotas fugitivas antes de que llegara a su destino. Era todo lo que podía hacer.
Al otro día fui por Olmedo, el trabajador de la Unidad Residencial que atiende estos casos. En el camino me dijo que por ser los edificios tan viejos (más de 25 años) y por haber sido construida como un conjunto de interés social, la Unidad ya estaba presentando problemas de tuberías con alguna frecuencia. Sintiéndome ya como el protagonista de una tragedia de Shakespeare, acepté el daño como una fatalidad del destino que debía enfrentar con estoicismo y llevé al trabajador a la cocina para que viera lo que ya eran chorros de agua.
Por la cara que puso y por la velocidad con la que salió corriendo, me imagino que se sintió como un astrofísico que ve una estrella a punto de convertirse en supernova o a un gastroenterólogo que ve a Céx después de tragar una bandeja paisa y declarar que "está malito". "Eso fue que se rompió una tubería en el piso de arriba" me dijo el trabajador cuando salí a perseguirlo en busca de una explicación, "voy a llamar a la aseguradora para que vengan a arreglar eso ya mismo".
Como el vecino de arriba no estuvo en toda la semana, tuve que lidiar con las goteras: vacié los recipientes rebosantes en la cisterna del baño, me puse los guantes, sequé el piso, escurrí el agua del trapeador. Y luego volvía a hacer lo mismo. Y a las dos horas debía hacerlo de nuevo. A pesar de los guantes, el ejercicio de escurrir las hebras del trapeador me causaron más laceraciones en las manos que las pesas y la guitarra juntas. De no ser por eso, la secuencia repetitiva y en piloto automático de trapear-escurrir-trapear-escurrir hasta hubiera sido una práctica zen de esas que sirven para entrar en trance y dejar la mente en blanco.
Pero bueno, finalmente llegó el sábado. El plomero de la aseguradora vino al apartamento del vecino de arriba a arreglar el daño. Los martillazos destrozando el muro para exponer la tubería rota sonaron a mis oídos como arpas de ángeles. Mi alegría sólo podía explicarse por el alivio de una situación que hizo mi semana miserable. Porque obviamente esta pequeña tragedia hacía que mis manos enrojecidas fueran, en la diminuta escala de mi propia existencia, el equivalente a un planeta que tenga la desgracia de ser vecino de la más chicanera de las supernovas.
Por la noche cuando volví encontré el piso de la cocina completamente encharcado. Ya lo que era una simple gotera se había convertido en una mancha gris que abarcaba la mitad del techo, y la enorme cantidad de goticas cayendo al suelo le daban un nuevo significado a la palabra 'gótico'.
Tuve que esforzarme para contener el instinto de macho que me urgía a sacar la caja de herramientas y encaramarme al techo para reparar el daño por mí mismo. Claramente, este caso requería atención profesional. Así que me enfundé los guantes de lavar (me hicieron falta las botas “la macha”) y armado de trapeador y un balde logré secar por fin el piso. Puse tres recipientes, grandes y pequeños, dispuestos de tal forma que, cual operativo de la DEA, capturaran la mayor cantidad posible de gotas fugitivas antes de que llegara a su destino. Era todo lo que podía hacer.
Al otro día fui por Olmedo, el trabajador de la Unidad Residencial que atiende estos casos. En el camino me dijo que por ser los edificios tan viejos (más de 25 años) y por haber sido construida como un conjunto de interés social, la Unidad ya estaba presentando problemas de tuberías con alguna frecuencia. Sintiéndome ya como el protagonista de una tragedia de Shakespeare, acepté el daño como una fatalidad del destino que debía enfrentar con estoicismo y llevé al trabajador a la cocina para que viera lo que ya eran chorros de agua.
Por la cara que puso y por la velocidad con la que salió corriendo, me imagino que se sintió como un astrofísico que ve una estrella a punto de convertirse en supernova o a un gastroenterólogo que ve a Céx después de tragar una bandeja paisa y declarar que "está malito". "Eso fue que se rompió una tubería en el piso de arriba" me dijo el trabajador cuando salí a perseguirlo en busca de una explicación, "voy a llamar a la aseguradora para que vengan a arreglar eso ya mismo".
Como el vecino de arriba no estuvo en toda la semana, tuve que lidiar con las goteras: vacié los recipientes rebosantes en la cisterna del baño, me puse los guantes, sequé el piso, escurrí el agua del trapeador. Y luego volvía a hacer lo mismo. Y a las dos horas debía hacerlo de nuevo. A pesar de los guantes, el ejercicio de escurrir las hebras del trapeador me causaron más laceraciones en las manos que las pesas y la guitarra juntas. De no ser por eso, la secuencia repetitiva y en piloto automático de trapear-escurrir-trapear-escurrir hasta hubiera sido una práctica zen de esas que sirven para entrar en trance y dejar la mente en blanco.
Pero bueno, finalmente llegó el sábado. El plomero de la aseguradora vino al apartamento del vecino de arriba a arreglar el daño. Los martillazos destrozando el muro para exponer la tubería rota sonaron a mis oídos como arpas de ángeles. Mi alegría sólo podía explicarse por el alivio de una situación que hizo mi semana miserable. Porque obviamente esta pequeña tragedia hacía que mis manos enrojecidas fueran, en la diminuta escala de mi propia existencia, el equivalente a un planeta que tenga la desgracia de ser vecino de la más chicanera de las supernovas.