Una de las cosas que más me gustan del Día Internacional de la Mujer es poder llamar a mis amigos hombres y desearles feliz día. El destemplado madrazo que se escucha del otro lado de la línea y la satisfacción del Topo Gigio (“¡Lo dije yo primeeero, lo dije yo primeeeero!”) son suficiente aliciente para intentarlo con otro y con otro después de él. El juego consiste en hacérsela a tantos como sea posible antes de que alguno de ellos lo haga conmigo.
A quien este juego le pueda parecer extraño, basta recordarle cómo se crea la identidad masculina. Al menos en el colegio donde yo pasé mis doce años de prisión, (léase primaria y bachillerato) ciertamente nos motivaban a seguir roles masculinos como nuestros padres y profesores hombres (“ser hombre consiste en ser como los demás hombres”). Sin embargo, el 98% de las ocasiones restantes donde construimos nuestra identidad eran juegos donde cualquier excusa valía para decirles a nuestros compañeros que parecían niñas, merecidamente o no (“ser hombre consiste en no ser como las mujeres”).
Pero este complicado proceso tiene dos problemas. El primero es que ya no es tan claro cómo son los demás hombres, ya que lo que la gente percibe acerca de cómo sería deseable que luciera y se comportara un hombre está muy influenciado por lo que opinan las mujeres. Efectivamente, en la publicidad y las películas se ve consistentemente a tipos que parecen clones del flaquísimo y depiladísimo Ken con el que jugaban hace 20 años las mujeres de ahora.
Y no es que esté pretendiendo que se erija a Homero Simpson como ideal de belleza masculina, pero sí me parece más lógico que se nos juzgue a los hombres teniendo en cuenta toda la variedad de nuestros estilos y fenotipos y no de acuerdo con un único y homogéneo modelo. Ya les pasó a las mujeres en Cali, donde una perversa combinación de mujeres de baja autoestima y traquetos de mal gusto (con todavía más baja autoestima) impusieron el “ideal” de rubia oxigenada e hinchada a punta de implantes de silicona. De la misma forma, al que es peludo como un panadero griego no le deberían restregar en cara el comercial de cuchillas de afeitar donde el modelo se afeita el pecho (a menos, claro está, que tenga por costumbre dejar un rastro de pelos en la ducha y en la cama como un perro pastor alemán), o exigir al robustico pero sano que desarrolle los abdominales de un modelo de Calvin Klein, o esperar que un negros luzca tan pálido como el vampiro de Crepúsculo.
El otro problema con la identidad masculina es que las características distintivas de las mujeres han cambiado tanto y tan rápidamente que ya no basta no comportarse como ellas para identificarse como hombre. Ahora hay mineras, coronelas, juezas, cirujanas y un largo etcétera, habiendo ampliado sus horizontes laborales drásticamente. A cambio, los poquísimos valientes que desempeñen oficios tradicionalmente femeninos como profesores de preescolar, sobrecargos, modistos, enfermeros o niñeros no han conseguido ampliar nuestra área de desempeño. Y para completar, el último bastión de la ropa masculina, Arturo Calle, también ha sido infiltrado por manos femeninas. Ahora las camisas tienen unos botones pequeñitos, no traen bolsillo y están entalladas en la espalda de una forma que las hace imposibles de planchar, justamente como una blusa de vieja. Si yo quisiera una camisa pegada y sin bolsillo, usaría una camiseta, ¿no creen? ¿Ahora dónde vamos a guardar las gafas de sol o el pasabordo en el aeropuerto?
En fin. Si el Día Internacional de la Mujer se creó para llamar la atención sobre esa parte de la población que había sido vulnerada durante tanto tiempo, creo que los hombres no estamos tan lejos de merecernos nuestro día. Así que como población vulnerada, creo que hasta podríamos considerarnos mujeres honorarias y pedir en este día que se reflexione sobre nuestros derechos y la forma como se percibe nuestra identidad.
¿Ven ahora porqué no es tan extraño que felicite a mis amigos hombres en el Día Internacional de la Mujer?
lunes, 9 de marzo de 2009
Hombres en el día de la mujer
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