El sábado pasado tuve la oportunidad de volar (por segunda vez) en parapente. Obviamente volé en "dobles" con un piloto que me juró "por mi Nacional bendito, papá" que tenía más de cinco años de experiencia volando.
La primera vez me tocó un vuelo tranquilo (tal vez demasiado tranquilo) al final de la tarde, cuando ya no había casi viento; la experiencia fue bastante plácida y, hasta cierto punto, espiritualmente gratificante. Por esa razón esta última vez me lancé confiado, con la arrogancia que da enfrentarse a un reto ya conocido y calmando los "injustificados" temores de los compañeros que iban a volar por primera vez.
Craso error. Lo que noté a los dos segundos de abandonar la seguridad del suelo era que las condiciones de vuelo eran muy diferentes de las de mi primer vuelo: viento fuerte y 'rachudo' (inconstante) en un día bastante soleado. Como consecuencia, el sol calentaba el aire y producía abundantes 'termales' (corrientes ascendentes) que nos hacían subir de manera imprevista. En conclusión, un ambiente aterrador para un primíparo como yo que se asusta asomado a un tercer piso.
Para no protagonizar un espectáculo vergonzoso me abstuve de gritar; más bien trataba de inhalar profundo y exhalar lentamente para calmar mi ritmo cardíaco (en ese momento el corazón me latía a millón) cada vez que una termal nos arrastraba hacia arriba. La ascención en sí misma no asusta, pero cuando se acaba la termal por unos pocos milisegundos uno queda literalmente "en el aire" porque la gravedad te obliga a bajar de nuevo y se tiene una ligera sensación de vacío. Con voz entrecortada le dije al piloto que hubiera preferido un vuelo más tranquilo (se pilló que yo estaba más paniqueado que un gato en perrera municipal) con lo que me empezó a tranquilizar hablándome todo el tiempo de lo que estaba pasando.
Tratamos de aterrizar varias veces, pero las termales volvían y nos subía. Opté por aceptar lo inevitable y me relajé cuanto pude. Allí me dí cuenta de que cuando uno se deja llevar las cosas fluyen con naturalidad, como el parapente entre las corrientes de viento. El solo cambio de mentalidad me cambió totalmente la experiencia y pude de verdad disfrutar del vuelo.
Finalmente aterrizamos y contrario a mis expectativas (creí que me arrodillaría a besar la tierra firme) llegué muy animado. La experiencia había sido mucho más emocionante de lo que había imaginado.
Lo que aprendí tiene que ver con el miedo. Si me hubiera enfrentado a la experiencia con el miedito normal que supone dejar que tu vida quede literalmente pendiendo de unos hilitos, las pocas expectativas que pudiera tener se desvanecerían ante las sensaciones reales (el vértigo, el temor atávico a no tener el control). Pero como yo supuestamente ya era un curtido veterano del vuelo en parapente, ya tenía unas expectativas muy sólidas a las que me aferré desesperadamente. En conclusión, igual hubiera sentido miedo, pero sin prevenciones seguramente lo hubiera controlado más rápido.
La primera vez me tocó un vuelo tranquilo (tal vez demasiado tranquilo) al final de la tarde, cuando ya no había casi viento; la experiencia fue bastante plácida y, hasta cierto punto, espiritualmente gratificante. Por esa razón esta última vez me lancé confiado, con la arrogancia que da enfrentarse a un reto ya conocido y calmando los "injustificados" temores de los compañeros que iban a volar por primera vez.
Craso error. Lo que noté a los dos segundos de abandonar la seguridad del suelo era que las condiciones de vuelo eran muy diferentes de las de mi primer vuelo: viento fuerte y 'rachudo' (inconstante) en un día bastante soleado. Como consecuencia, el sol calentaba el aire y producía abundantes 'termales' (corrientes ascendentes) que nos hacían subir de manera imprevista. En conclusión, un ambiente aterrador para un primíparo como yo que se asusta asomado a un tercer piso.
Para no protagonizar un espectáculo vergonzoso me abstuve de gritar; más bien trataba de inhalar profundo y exhalar lentamente para calmar mi ritmo cardíaco (en ese momento el corazón me latía a millón) cada vez que una termal nos arrastraba hacia arriba. La ascención en sí misma no asusta, pero cuando se acaba la termal por unos pocos milisegundos uno queda literalmente "en el aire" porque la gravedad te obliga a bajar de nuevo y se tiene una ligera sensación de vacío. Con voz entrecortada le dije al piloto que hubiera preferido un vuelo más tranquilo (se pilló que yo estaba más paniqueado que un gato en perrera municipal) con lo que me empezó a tranquilizar hablándome todo el tiempo de lo que estaba pasando.
Tratamos de aterrizar varias veces, pero las termales volvían y nos subía. Opté por aceptar lo inevitable y me relajé cuanto pude. Allí me dí cuenta de que cuando uno se deja llevar las cosas fluyen con naturalidad, como el parapente entre las corrientes de viento. El solo cambio de mentalidad me cambió totalmente la experiencia y pude de verdad disfrutar del vuelo.
Finalmente aterrizamos y contrario a mis expectativas (creí que me arrodillaría a besar la tierra firme) llegué muy animado. La experiencia había sido mucho más emocionante de lo que había imaginado.
Lo que aprendí tiene que ver con el miedo. Si me hubiera enfrentado a la experiencia con el miedito normal que supone dejar que tu vida quede literalmente pendiendo de unos hilitos, las pocas expectativas que pudiera tener se desvanecerían ante las sensaciones reales (el vértigo, el temor atávico a no tener el control). Pero como yo supuestamente ya era un curtido veterano del vuelo en parapente, ya tenía unas expectativas muy sólidas a las que me aferré desesperadamente. En conclusión, igual hubiera sentido miedo, pero sin prevenciones seguramente lo hubiera controlado más rápido.