Todo empezó el primer día de Kinder en el colegio. La profesora llamó a lista y no escuché mi nombre. Temiendo haberme equivocado de salón, levanté la mano y le dije mi apellido. Ella buscó y sólo encontró un tal “Sigifredo Meza”, que obviamente no era yo. Asumiendo que era un malentendido de la secretaría del colegio, dejamos así por el resto del día de clases. Cuando le conté el incidente a mi mamá por la tarde, me sorprendió su reacción. Yo esperaba que se pusiera lívida de la indignación, o por lo menos que se burlara de lo brutos que eran en ese colegio, pero no...
Me explicó que así era mi primer nombre, sólo que a mí toda la familia me había llamado desde siempre “Andrés” a secas. Además la profesora no usó los dos nombres como para al menos darme una pista, sino que sólo leyó el primero (detestable costumbre que me persiguió hasta que me lo quité). La escena de la revelación de ese oscuro secreto familiar fue como la típica donde le confiesan al niño adoptado que sus padres biológicos son asesinos seriales, pero que fresco, que igual lo quieren mucho, bla, bla, bla. El hecho es que por el resto de la Primaria siempre conté con la tácita solidaridad de las profesoras que cuando llamaban a lista sólo usaban el nombre cuando hubiera más de un estudiante con el mismo apellido. Entre nosotros también nos identificábamos únicamente por el apellido, por lo cual era aterrador llamar a la casa de Galvis y sentir ese sudor frío que recorría la espalda cuando nos preguntaban “¿cuál de todos?” y caer en cuenta de que no tenía ni idea de cuál podría ser su nombre de pila.
Pero todo cambió cuando entramos a Bachillerato. Ahora los profesores eran insensibles a sutilezas como el trauma potencial que podrían infligir a un niño al marcarlo en público con un primer nombre como el mío. Ya estábamos en la época en que era MUY importante desarrollar una identidad propia y se consideraba incluso una falta de respeto llamar a alguien por su nombre y apellido normalitos. Era casi tan de mal gusto como regalarle a una amiga un bono de supermercado en lugar de tomarse el tiempo de averiguar qué le podría gustar. Cual vil cartel de narcos o columna guerrillera, en mi colegio reinaban los alias.
Obviamente me salvé de que me llamaran “cuatro-ojos”, “culo e’ botella” o algo peor por mis gafas: con un primer nombre como el mío no era fácil inventarse un apodo más ridiculizante o cruel. Otros no tuvieron tanta suerte. De haber estudiado entre mujeres, a Restrepo Cucalón máximo le hubieran dicho “Restre”, pero como tuvo la mala fortuna de caer en mi colegio, hubo un acuerdo tácito, unánime y demoledor de llamarlo desde entonces y por siempre “Cuca”. Y ya se imaginarán cómo quedó el apellido de Vergara después de la respectiva re-ingeniería.
Cuando llegué a la universidad me quité el primer nombre (un breve trámite ante notario), pero evitaba cuidadosamente a los ex compañeros de colegio para no revivir el apelativo que esperaba olvidar. Me sentía como esos ex convictos que ya pagaron la condena y no tienen cuentas pendientes con la justicia pero que prefieren no contar para que no los miren raro. Obviamente me convertí en víctima de innumerables chantajes, todo con tal de que no contaran ese oscuro secreto de mi pasado, especialmente por un amigo de El Clavo llamado Augusto. Con tan enorme rabo de paja, no sé cómo ha sido tan descarado.
En fin, de todo esto aprendí que es buena idea bautizar a los hijos con dos nombres para que se defiendan con el que más les guste (o que menos les incomode) hasta que tengan edad para cambiárselo. Bautizar a un hijo con un único nombre súper original es como arrojarlo a los lobos maniatado y amordazado, cosa que no pienso repetir. Más ahora que ya alguien se me adelantó y me quitó la idea de bautizar a un hijo con el nombre de “Automan”.
sábado, 21 de noviembre de 2009
Perdón, Sigi...¿qué?
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